Ficciones y territorios: Arte para
pensar la nueva razón del mundo
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
26 de octubre de 2016 – 13 de
marzo de 2017
Fátima M. Marín Núñez
La
nueva razón del mundo. La ficción del individuo único e importante. El
territorio gobernado por el consumismo. Ese es el sistema en el que fingimos ser
libres de vivir, y ese es el nexo que une el laberinto desordenado de Ficciones y territorios: Arte para pensar la nueva razón del mundo,
donde la tercera planta del MNCARS se convierte en un campo de batalla, un
escenario desde el cual representar una guerra donde ya no hay vencedores y
vencidos, sino animales de supervivencia. Donde el Arte pierde su mayúscula. Y
es con caos a través del que se desorganiza esta exposición, no hay principios
ni finales, sino una forma cilíndrica, una inclusión directa en un microcosmos
que resume el mundo exterior y que remite de manera constante a él, con sus
paredes blancas y sus obras amontonadas, las proyecciones que se reflejan en
los ojos de quienes las miran, traspasándolos, abriéndolos, quebrándolos. El
largo recorrido descifrando cada una de sus salas, cada uno de sus códigos e
intencionados rompecabezas, donde el espectador interesado se mueve en huida
incesante de los visitantes del selfie,
del “yo estuve allí, yo formé caos”, y las líneas en el suelo que suponen el
nuevo halo de sacralidad bajo la que se refugian cada una de las piezas componentes.
Sin embargo, uno sí puede
enfrentarse cara a cara, hueso a hueso, en cenizas, hasta descubrir su propio
reflejo en el cristal que defiende la obra de Zeo Leonard. Analogue (1998-2009) habla de vacío en lo repleto, del horror vacui
de mercadillos que cumplen su nombre como rastros
de reventa, presentada como una metáfora humana, donde la diversidad de objetos
se amontona, se impone, junta y separa. Habla de tiendas de fotografía cerradas.
¿Qué dos dimensiones puede retener una pantalla en una época en la que parece
que ya no queda nada por guardar? O sí lo hace. Y nosotros usamos la
herramienta equivocada. Y las retinas deben primar sobre los fotogramas y
píxeles que encuadran una realidad cada vez más falsa, más decadente.
Como en todo mundo, no le falta la
hipocresía. Y esta recae sobre una de las tantas obras de la artista Dora
García expuestas, Steal this book
(2009), que da pie a la pregunta clave: ¿se deben obedecer estas tres palabras
si sus caligrafías aparecen sobre un elemento de imposición de la cultura como
es un libro o se deben perpetuar las leyes no escritas acerca del alejamiento
del tradicional pedestal sobre el que siguen levantándose las obras de arte
incluso en museos de carácter definitoriamente contemporáneo? ¿Es más
importante el mantenimiento físico del objeto en su lugar dentro de la muestra
o lo es el acatamiento de la orden de la autora, a través de la cual su obra se
dispondría completa? En un contexto en el que el visitante recibe una
reprimenda al pisar el suelo de Carl Andre, la opción de experimentar de manera
absoluta la pieza de Dora García no se sustenta. Al lado de esta serie de
volúmenes, sin separar ni su cuerpo ni su mirada tan siquiera un metro de
ellos, se encuentra una vigilante de seguridad que se abalanza inmediatamente
sobre el temerario espectador que cruza una línea imaginaria más de lo
permitido. ¿Es la institución quien dispone explícitamente este modo de actuar,
es el guarda o el subconsciente en los comportamientos aprendidos el que aún
establece cómo enfrentarse al arte, a pesar de todos los intentos de derrocamiento
de su trono que éste ha sufrido? Quizá con hipocresía sea el único modo de
responder a un mundo que la sangra entre sus costillas.
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