martes, 21 de febrero de 2017

La muerte del lenguaje, la muerte de la política, la muerte del arte

Antoni Muntadas
Palabras, palabras...
Galería Moisés Pérez de Albéniz
Del 21 de enero al 18 de marzo de 2017

Javier Martín Silva

Decía Karl Hess allá por 1969 que la política había muerto, que lo político se había convertido en lo estatal, en una forma de absorber la vitalidad de la sociedad aprovechándose de su estado de confusión y enfrentamiento interno. En este giro estatolátrico tuvo un papel importante la inversión de los conceptos, la conversión de la institución social más básica, el lenguaje, en un juego de trileros con el que los plutócratas buscaban obtener el apoyo de los ciudadanos, y hacer así reales sus delirios de poder sin límites. Estas élites sedientas no estaban formadas sólo por políticos, de hecho estos eran meras marionetas de los intelectuales deconstructivistas  y posestructuralistas, influidos por Gramsci y la Escuela de Frankfurt. Tras ver que sus teorías no tenían rigor alguno como para ser aceptadas en el ámbito científico, tuvieron que realizar hegemonía desde la cultura, apropiarse del arte y tratar de estúpida a la población. Por lo tanto podríamos decir que la muerte de la política fue también la muerte del arte, pues si bien ambas materias han ido siempre ligadas, los principios que las guiaban eran, aunque quizás equivocados, nobles.

Esta situación se mantiene en la actualidad, los artistas no creen en el arte, lo consideran un medio a través del cual mostrar al mundo lo mal que está y lo inteligentes que son ellos, repositorios de la solución. Así Antoni Muntadas nos presenta conceptos que se diluyen en la nada y otros que surgen por arte de magia. No hay democracia, no hay ideología, no hay debate, no hay vanguardia revitalizadora, sólo miedo, demagogia y retórica barata. Por supuesto que los artífices de esta situación no son otros que Reagan, Thatcher, Trump y los medios financieros. Muntadas nos cree tontos, piensa que vamos a aplaudir su agudeza artístico-política, pero el arte está muerto. Antes la política buscaba el buen gobierno, la ciencia, como no se cansó de repetir Michael Polanyi, buscaba la verdad (en minúscula, pero verdad al fin y al cabo), y el arte, imbuido por estas nociones trataba de la belleza, de lo sentimental e intentaba resolver problemas morales. Pero tras la II Guerra Mundial todos estos principios humanos son sustituidos por el relativismo, vivimos en la era de la postruth. Proudhon y Bastiat ya no debaten en la Asamblea, Henry George no es alcaldable de Nueva York, Benjamin Tucker ha sido sustituido por Nacho Escolar y Naomi Klein, Voltairine de Cleyre por Judith Butler, Frederick Douglass por Black Lives Matters, los intensos debates entre Mises y Lange han sido suplantados por el cacareo de corral de Krugman y compañía, Rawls y Nozick nos han dejado pero tenemos a Fernández Liria. De la misma manera, el arte en su condición revolucionaria de Gustave Courbet y Honore Daumier, de Tristan Tzara, de Tatlin se ve usurpado por personas que producen obras para ganar dinero mientras tienen el beneplácito de críticos que generan esa gran especulación financiera que es el mercado del arte.


Desde luego que estos nuevos artistas e intelectuales hacen bien su trabajo distrayendo a la gente de los problemas reales. Su gran obra no es otra que los millenials, jóvenes lloricas carentes de todo principio moral que en su egolatría se creen que el mundo les debe algo, mientras, su indignación no lleva a otro lugar que a la pérdida de la ciudadanía, disoluta en una servidumbre voluntaria. Y es que como dijo el Habermas maduro, tenemos los políticos que nos merecemos. No hay que buscar culpables externos a la sociedad, toca responsabilizarse y desenmascarar a todos los gurús de recetas fatales. Para la próxima vez, espero que Muntadas en un examen de conciencia disuelva una única palabra, arte.

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