Cabello/Carceller – Borrador para una exposición sin título (cap. II).
Centro de Arte Dos de
Mayo
20 de enero – 7 de mayo
Fátima
M. Marín Núñez
Somos más que el órgano que comemos.
Somos el vacío de una piscina abandonada en la que seguimos flotando. El trozo
de papel tirado, la copa derramada, los restos de una fiesta tras cada una de
las metamorfosis acaecidas en ella. La contracorriente deslizándose al ritmo
que no responde a normas. Como el reloj que une a Cabello/Carceller, que se
hacen una cuando están en dos, y cuya carrera se celebra en la retrospectiva Borrador para una exposición sin título
(cap. II), en el Centro de Arte Dos de Mayo, que fluye entre fotografías,
ensayos performativos y piezas audiovisuales, sin finales ni principios,
caminando entre cristales rotos en el suelo y almas quebradas cuya estela deja arañazos
en la tapa del féretro. Donde nadie es culpable todos lo son. Y desde hace
veinticinco años, estas dos artistas se confiesan antihegemonía. Haciendo de un
beso una obra de arte. Un acto revolucionario. Como si volviéramos a 1984. Al
Hermano Mayor de un heteropatriarcado que todo lo vigila y corrompe. Que
pretende utilizar “maricón” y “bollera” como si fuera una ofensa, cuando lo que
ha conseguido es todo lo contrario. Porque si somos bollos, pensamos
devorarlos, pensamos exponerlo, y los transeúntes mirarán hipnotizados.
Mearemos de pie. Seremos la Fuente de Marcel Duchamp. Bailaremos al
compás de El género en disputa de
Judith Butler. Elliot no necesita pene para llamarse Billy. Enfúndate unos
pantalones azules, una camiseta blanca y serás James Dean. Porque el género no
existe. Lo que existen son construcciones asignadas a cada uno. Que nos limitan
y bloquean. Que anulan nuestra capacidad de ser algo más que un aparato
reproductor. Algo más que aquel por el que nos sentimos atraídos. Que una
división en dos contrapuestos. Como si todo se resumiera en hombres y mujeres,
como si no hubiera una opción más. Porque existen niños con vagina y niñas que
no la tienen. Este es el grito de guerra arrancado a Cabello/Carceller que se
reproduce en las fotografías imitando protagonistas de películas, en el casting
para Rebelde sin causa. En las huellas
de rivolta blanco sobre blanco en las
paredes. ¿Acaso tal rebelión no puede lograrse? ¿O son sólo unos pocos ojos los
que logran distinguir su tono diferenciado? Tan rápido como lean esa palabra,
empezarán a creer en ella. Y en el poder que sustenta cada una de sus letras,
que se reproduce como llama y cerilla bombeando aire en sus pulmones.
En este teatro de actores invitados,
del backstage del montaje de la exposición cuyos residuos permanecen como
piezas añadidas, lo queer se activa al ser encontrado, contemplado, inhalado.
Estamos en el tiempo de los asientos vacíos en salas de cine, entre una
proyección y la siguiente, cuyo sonido inconfundible retumba en cada una de
nuestras capas, queriendo hacernos conscientes de su presencia, no olvidarla. Como
si pudiéramos hacerlo. Como si el latido de las agujas del reloj no marcara el
tiempo que sigue pasando sin igualdad de derechos, con calificativos de
“feminazis” que se han convertido en nueva bandera, con asesinatos por razones
de género y sexualidad. En este borrador, la identidad de las víctimas deja de
ser puntos suspensivos, cifras, números que no pueden contener las risas que
les estallaban, las lágrimas cuya sal abrasaba, todos los abrazos dados, todas
las ganas de respirar reivindicadas. Si somos algo, eso es nuestra lucha, que
nunca se dará por finalizada. Como no quedó extinguida aquella de las tantas
personas cuyos nombres quedan suspendidos sobre el corredor desde donde sus
vidas vuelven a ser llamadas, devueltas, al gritarlas tras un megáfono. Nunca
muere lo que el arte no olvida.
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